El milagro realizado por Jesús en las bodas de Caná es significativo no solamente por la belleza, ternura y humanidad del relato, sino por el hecho de ser el primer "signo"que hace Jesús. En la teología de San Juan, los milagros no son principalmente "pruebas" de la divinidad de Jesús sino "signos", señales que muestran el acercamiento del Reino de Dios y la misión de Jesús como servidor de ese Reino.
En este espacio no quiero fijarme tanto en ese aspecto del milagro de Caná. Más bien me interesa destacar la ocasión en que se da el milagro. A diferencia de otros milagros de Jesús, no hay en este caso ningún problema "crítico". No hay enfermos graves que sanar, no hay ciegos a quienes devolver la vista, no hay muertos que resucitar. No hay grandes multitudes que alimentar. Es verdad que es muy incómodo y vergonzoso para los jóvenes esposos que se termine el vino en la fiesta de la boda. Pero no es el fin del mundo. Con la posible excepción del puñado de bebedores profesionales que se aparecen en todas las bodas, lo más probable es que la mayoría de los invitados hubieran seguido divirtiéndose y gozando de la fiesta.
Podemos incluso imaginar que los más generosos hubieran salido un momento a sus casas o a algún negocio amigo para traer más vino.El hecho de que este primer "signo" de Jesús esté al servicio de algo tan "mundano",tan relativamente trivial, sí me parece muy llamativo. Dice mucho sobre Jesús. Había sido también Él invitado a la boda con sus amigos.
Es conocido Jesús como persona que disfruta la vida, que goza compartiendo alegrías y también tristezas. No hay en Jesús nada del fanático religioso que confunde la santidad con el desapego del mundo. Se le puede invitar porque no va a sentirse obligado a salpicar la fiesta con incesantes citas bíblicas ni va a rechazar el vino que se le ofrezca.
Dice también mucho sobre el valor que Dios le da a realidades tan profundamente humanas como el matrimonio y la celebración de la vida en ocasiones importantes y no tan importantes. Compartir la mesa en amistad y fraternidad es un "sacramento" privilegiado de la presencia de Dios. Dios es también invitado permanente a nuestras celebraciones.
Escrito por: P. Alberto García Sánchez, S.J.